El cine imposible de Gonzalo García-Pelayo
El cine imposible de Gonzalo García-Pelayo
Del 25 de octubre hasta el 2 de enero se realiza en la Lugones el ciclo Gonzalo García Pelayo. Cine Insurrecto, donde se proyectarán diez películas suyas, ocho de ellas nunca vistas en el país
por David Obarrio
Con una sola frase Gonzalo García-Pelayo tiene suficiente para desairar un profuso inventario de musas esquivas, de romanticismo de trasnoche, de gestiones y convenios indescifrables con el mundo de la materia sublime: “En mis películas siempre he preferido la cantidad a la calidad”, dice el hombre sin que se le mueva un pelo. Entre otras variadas ocupaciones que han llenado su vida, Gonzalo García Pelayo es amante de la estadística; es lo que se podría llamar un experto en números, un investigador perseverante de la ley de probabilidades y sus meandros. De esas cuestiones pueden dar cuenta sus aventuras pasadas en los casinos de medio mundo (que terminaron por cerrarle sus puertas), su método para triunfar en los juegos de azar, sus apuestas imposibles. Es otra historia, que ha ganado en su tiempo las páginas periodísticas; que ha tenido un libro e incluso una película ocupándose de ella. Lo que importa comentar ahora es que la primera actividad de Gonzalo desde siempre es el cine, ese arte al que dedica casi todas las horas de su día, con especial énfasis en el último año y pocos meses, en el que se despachó con una cantidad extravagante de films que se suman con gracia y consistencia impecables a su ya importante filmografía.
Desde Manuela, su primera película (1976), Gonzalo no ha dejado de pensar el cine como un arte jalonado de accidentes felices. Filmar como quien se aventura en territorio desconocido; filmar para viajar y conocer; hacer películas para que se revele el alma de las cosas y esta inunde la pantalla; esas cosas que solo ofrecen secretos al que quiera ir a buscarlos casi devocionalmente, al que empuñe la cámara no para que los hechos comparezcan ante un tribunal, ni repitan un libreto que les es impuesto, sino para que se manifiesten en un esplendor ignorado: un cosmos capaz de estallar de gracia, de color, de sutil hedonismo. Filmar en cantidad quiere decir que se asume la posibilidad del fracaso como pieza ineludible del oficio. El cine como un cuerpo a cuerpo constante con circunstancias ripiosas, con desdichas inesperadas, con derivas en las que se juegan no el dinero, no el honor o el prestigio sino el impulso inicial que lleva a todo artista de fuste, en paz con su consciencia y consecuente con una ética frente a la existencia, a preguntarse por qué hace lo que hace. El sentido del trabajo nos interroga sobre nuestro lugar en el mundo. Más películas, más probabilidades de que alguna salga bien. Pero a Gonzalo le salen muchas bien, y la felicidad que destilan sus películas es la que proviene del convencimiento de que el cine es siempre una ventana al mundo. Por esa ventana se asoma el espectador afortunado, pero antes se ha asomado el director. Las películas de Gonzalo García Pelayo, cuya irreverencia respecto del quehacer del cine se resume en la frase citada al principio de estos apuntes, descreen del cine erigido en árbitro del mundo, pero tampoco aceptan convertirse en apéndices de sus taras más publicitadas, ni del acatamiento de sus reglas ministeriales, ni de una moral que ahogue el placer y la frescura de las imágenes con los modales de un burócrata del cine. Gonzalo filma rostros, paisajes, ciudades, fluidos corporales; filma momentos de música, de amor, de desencuentros, de indecible ternura y erotismo profundo. Enrolado en una vanguardia del cine que ha marcado un hito con Vivir en Sevilla (1978), sus películas se convirtieron desde allí en un reguero de pólvora que ha puesto en jaque desde las sombras al cine español (aunque no solo a él), colocando a su director en un lugar, paradójicamente, de privilegio. El cineasta que ve más que nadie, pero al que todavía han visto pocos; o por lo menos no lo suficiente. Esa naturaleza inasible de la manera de proceder de Gonzalo García Pelayo le permite filmar a su aire, con sus reglas, sin miramientos, en un ecosistema tan precario como escandalosamente lúcido y fecundo. Si hay que filmar, se filma. Se sale a la ruta. Se filma en locaciones, con amigos, con familia (su hermano Javier, ineludible, por ejemplo), con algunas ideas, con paciencia y también con velocidad. Frente al mar (1978) inaugura el desenfreno edénico, la promiscuidad de los cuerpos desnudos y el humor melancólico; Rocío y José (1982) exhibe el encantamiento casi hipnótico de la marcha crepuscular de los devotos de la Virgen del Rocío, la romería, la larga noche de los peregrinos, como manifestación de un mundo que conserva aún toda la gracia de lo inefable, de aquello que no se puede decir con palabras.
Es que si algo tienen las películas de este cineasta singular es la capacidad de ir hacia los acontecimientos; buscar historias, perder algunas, encontrar otras. Alegrías de Cádiz (2012) es una oportunidad para que la ciudad blanca, verde y azul, de cielos inverosímiles de tan bellos, ofrezca la desfachatez de sus agrupaciones satíricas durante el famoso carnaval, la construcción efectiva de un desparpajo político y vitalista, pero también las escaramuzas de amores buscados y amores contrariados, que la cámara de Gonzalo García Pelayo sabe registrar con una cercanía innegociable. En Niñas (2014) el universo infantil convive familiarmente con el de los adultos, pero mantiene obstinadamente una autonomía conmovedora que el director logra apresar con un ojo de lince. Gonzalo puede filmar en Kazajistán y sumergir al espectador en un drama amoroso que tiene lugar en una ciudad con toda la traza de haberse construido en el futuro (en Ainur, 2021). O descubrir todavía la persistencia venturosa de zonas underground en Sevilla, ciudad adoptiva de mil correrías, en las que el arte se niega a ser sujetado por los saberes y presupuestos de la cultura oficial (Dejen de prohibir que no alcanzo a desobedecer todo, 2021). Puede viajar a la India y ver culturas en las que velan dioses impasibles (Chicas en Kerala, Diario Tamil, 2022) bajo cuya mirada relampaguea una sensualidad que brota del cuerpo, pero sobre todo del espíritu. En definitiva, es siempre la idea del cine como una aventura dichosa en la que la tradición del mundo se funde en el presente para producir destellos de novedad inesperada. Lejos de erigirse en guardián de costumbres pasadas de moda o “exóticas”, sus películas miran el mundo y dejan que los personajes, la naturaleza o las ciudades se manifiesten. Son películas que se hacen para viajar, para hacer amigos, para formar familias, para aprender cosas. El espectador bienaventurado, el que se acerque a ellas con la incertidumbre gloriosa del que no sabe con qué se va a encontrar, puede ahora tener una idea vaga, pero solo sabrá de qué se trata de manera cabal en la oscuridad de la sala. Las películas de Gonzalo García-Pelayo tienen toda la gracia y la emoción de un cine desconocido: un arte de las cosas y los rostros cuyo estatuto de verdad tiembla en la pantalla como lo hace aquello que parecía perdido y de repente se nos presenta delante de los ojos con un resplandor invencible. El cine de García Pelayo no solo ilumina el mundo sino que se deja iluminar por él.