La canción, “Hasta siempre, comandante” de Carlos Puebla, data de 1965 y fue escrita con motivo de la marcha del Che Guevara de Cuba. Es una canción de despedida y homenaje. La película, sin embargo, es de 1978:
El Che lleva ya muchos años muerto. Quien escucha la canción es un adolescente, hijo de un pintor exiliado que se reencuentra con su ciudad, Sevilla, tras la muerte de Franco y el fin de la dictadura, y se enamora de una mujer, Ana. Como sucedía a la protagonista del anterior largometraje de su director,
Manuela (1975), esta mujer es amada por varios personajes. En ella piensa Alberto al escuchar la canción, a ella aman Miguel y Luis y a ella ama incluso la propia película, que se abre con su rostro, observado en dos tomas fijas por espacio de más de siete minutos, figura de pelo negro, piel clara y labios rojos sobre un fondo verde de vegetación primaveral. “Sones de primavera”: la primera canción en sonar, durante los títulos de crédito, será una bienvenida a la estación en cuyo interior transcurre el filme entero. “La luz de tu sonrisa”: durante la escena inicial, un letrero superpuesto a la imagen rezará “a veces de su cuerpo manaba la alegría”. Pero la letra que continúa, que suena en la segunda reproducción, no viene exactamente a deshacer un equívoco. La evocación previa, en realidad, se mantiene. Sabiendo ya que es Alberto el oyente, no puede por menos que entenderse que en él “se queda la clara, la entrañable transparencia” de la “querida presencia” de Ana. Amor lejano, inconfesado que marca a fuego al joven enamorado, este adolescente de 1978 (- Podemos recordar aquí una frase pronunciada por el propio García-Pelayo en Rocío y José (1982): “José tuvo el sentimiento de que un amor es más auténtico cuanto menos correspondido sea”. También el amor de don Ramón, en Manuela, quedaba sin correspondencia y era enarbolado por este en la más pura tradición del amor cortés: la amada como lenguaje. Algo también predicable del personaje del Moreno y presumiblemente del capataz de don Ramón, enamorados en silencio. La canción de Carlos Puebla vale también para aquellos, que vivían bajo la bandera de su amada, con Manuela como norma y patria.)
. La última frase desvela entonces el juego: la canción está dedicada al Che Guevara. No es una canción de amor, tal como dice el letrero, sino política. Pero el desplazamiento de sentido, en realidad, no es tan grande: Carlos Puebla escribió realmente una canción de amor, pero dedicada a una figura política, un himno político con forma de canción de amor. Gonzalo García-Pelayo en Vivir en Sevilla entonará a su vez un canto político a un momento histórico concreto en el que se cortan lazos con un pasado traumático al tiempo que se hace al fin posible un futuro luminoso, y lo hará tomando al amor como protagonista. La re-significación de esa despedida que en el curso de la lucha devino
elegía, manifestación de la pervivencia de un ideario y sentimiento políticos más allá de la muerte de su momentánea encarnación personal, redime la muerte mediante el amor, puesto que este no será sino la figura de la resurrección de un país, la posibilidad de una nueva España cuarenta años después de que, como afirma Luis en una de las escenas más importantes del film, ser español se convirtiese en algo irreconocible. Parafraseando el título de un disco de Granada producido por el propio cineasta, se podría titular “España, año 78”: inaugurado el primer gobierno elegido por las urnas de la nueva democracia tras la victoria de Adolfo Suárez en las elecciones de junio de 1977, el país se preparaba durante el rodaje de
Vivir en Sevilla para aprobar su nueva constitución, con la lectura de cuyos fragmentos culmina precisamente el cierre de la película. Merece la pena examinar con detalle este final. Después de la apoteósica escena de la unión final de Ana y Miguel (declaración de amor, desnudo de Ana cubierta de semen, plano aéreo del río acompañado de desarrollo de la canción de Azahar hasta ahora escuchada siempre de forma incompleta, conclusión del plano en la Giralda), que debiera suponer asimismo el cierre de la película, entramos en cambio en una extensa coda: primero, sobre el fondo de la Giralda Luis habla a Alberto – en boca del propio director – del amor, haciendo una defensa apasionada del amar a costa y a pesar de todo, del amor como energía que no se pierde, que se acumula, que genera de hecho más amor, del amor como “lo único que importa”. La escena se cierra, tras estas fundamentales y últimas palabras de Luis, con el regreso de la canción de Carlos Puebla, pero ahora en sus 4 versos finales, precisamente los que desvelaban el objeto político de la canción. Tras esto, pasamos a una habitación de la casa de Luis, nunca antes vista en la película. Él y Ana se encuentran allí, a pesar de que ella al final haya preferido a Miguel. La declaración de Luis a Ana en la escena en que ambos se unían presentaba ya rasgos singulares: él no pedía a aquella abandonar a Miguel, antes bien afirmaba que el amor genera más amor, y que el de él por ella daría fuerzas al de ella por Miguel. Si bien no fue lo elegido por Ana, que afirmaba entonces no poder amar a más de un solo hombre, esta escena hace pensar que acaso ahora sí haya escogido esa opción. Sea como sea, esto queda irresuelto aunque enseguida se resolverá por otra vía, la de la paternidad múltiple. Luis pide a Ana que hable, de lo que sea, pues lo que le gusta es escuchar su voz. Le dice que lea el periódico, por ejemplo. Ella lo toma y lee de un diario llamado “Nueva Andalucía” nada menos que fragmentos del proyecto de la constitución, en marcha en aquellos momentos. Mientras habla, un letrero aparece sobre la imagen: “Ana tuvo, efectivamente, un hijo”. Frase de la que, como es obvio, hemos de subrayar el “efectivamente”, que establece una vinculación causal de orden materialmente imposible entre la constitución – o su lectura – y la maternidad del personaje. Pero si tal vinculación resulta dudosa, la siguiente afirmación, de nuevo en letreros, la hará aún más honda: nunca se supo si el hijo era de Luis o Miguel, y “ninguno tuvo miedo de la situación”. Si la maternidad es elemento clave del cine de García-Pelayo, destaca en su formulación la despreocupación por su habitual acompañante, la continuidad de la línea de filiación. La maternidad no es importante por posibilitar la continuidad de una estirpe, de una carne y sangre concretas, sino por ser la manifestación del amor como creación, de su capacidad para producir un nuevo ser, y en ello símbolo de la naturaleza como creadora, como ejemplifica la obsesiva presencia de los árboles en varias de estas películas
( – Tres ejemplos: el árbol bajo el que Manuela juega con el bebé, el árbol bajo el que Ana juega con dos niños (Iván y Vanesa, hijos de García-Pelayo) en Vivir en Sevilla, los árboles bajo los que se besan Pepa y Fernando en Alegrías de Cádiz (2013).)
. La maternidad incardina los cuerpos humanos en la carne de la naturaleza: es el ejemplo máximo de tradición en este cine crecientemente tradicionalista, el ciclo que siempre vuelve, esta vez el de la vida misma en su constante reproducción. Lo cual no evita sino más bien fomenta la heterodoxia de las maternidades propuestas: aparte del caso de la Ana del filme sevillano Manuela, en el film a que da nombre, criará a un hijo que no es biológicamente suyo y de hecho acabará siendo su pareja; José dice a Rocío en Rocío y José que quisiera tener una hija suya y llamarla Paloma con lo cual, habida cuenta de que “blanca paloma” es expresión que refiere a la Virgen del Rocío, no manifestará sino que los hijos lo son de la Gracia, y Pepa, equivalente de Ana en Alegrías de Cádiz, versión inflamada de
Vivir en Sevilla y reedición larvada de Rocío y José, tiene tres en vez de dos posibles padres para su hijo, ante lo cual afirma, resumiendo, que es “de Cádiz, del espíritu de Cádiz”. Lo que importa de la maternidad no es la identidad del padre, los sujetos concretos de la producción, sino el amor que a través de la carne produce un nuevo ser, acaso un nuevo mundo. Y ciertamente, todos entendemos que el hijo futuro de Ana no es de Miguel ni de Luis, sino de Sevilla y de todos los que la habitan. Y con Sevilla, España: tras la noticia, la cámara vuelve al exterior, a la Giralda que a esas alturas figura la identidad simbólica entre Ana y Sevilla, y de allí asciende hacia el cielo mientras suena una nueva música, precisamente la única que, junto a la de Carlos Puebla, no se vincula a Andalucía. Se trata de “Paraíso ahora”, de Pablo Guerrero, de base rítmica más cercana a la de una jota, escogida claramente por su letra:
“Y en la pared escribes tu granada de sueños, Tu estallido de nuevos horizontes auroras. Y tu imaginación contra la gris costumbre pide la vida es nuestra, paraíso ahora.”
Vida que vuelve a ser nuestra tras la muerte del dictador (¿el mismo sobre cuya tumba bailaba Manuela?), nuevos horizontes, auroras de la España que (re)comienza, y como imagen final un cartel, que recordamos de media película antes, sobre el que Miguel, nos narraba el director, pensaba que “era un mensaje ingenuo, lo sabía, pero Miguel estaba sorprendido por cómo ahora un montón de cosas ingenuas tomaban un nuevo valor para él, era como una vuelta a la adolescencia”. Adolescencia de un país que rejuvenece: “Toda la película se construye, pues, en primer lugar, a través de la visión (masculina) del que ha tenido durante muchos años los ojos cerrados y tiene que frotárselos, incrédulo y alegre, después de cada mirada al espectáculo social y personal de los primeros años de la Transición democrática; y, en segundo, mediante el uso del derecho a hablar de aquel a quien habían obligado a permanecer en silencio”
. El cartel dice: “Ven con nosotros a cambiar la vida”. La Constitución de Vivir en Sevilla, como la real, tiene varios padres. Al contrario que ella, esto quiere decir que es hija de algo más que un número determinado de individuos. Quiere decir que lo nuevo, si bien no ajeno a la filiación, se debe al amor y a través de él se vincula a todo el rango de lo existente. El amor une, asocia, fusiona. ¿Qué es la historia de amor entre Miguel y Ana, al fin y al cabo, sino la unión de la Sevilla tradicional y la contracultural? Miguel, hombre de las praderas por excelencia del cine de García-Pelayo, se vincula a Toto Estirado o Silvio, figuras legendarias de esa Sevilla que desde hacía más de diez años era centro del underground hispano. Ana es evocada por las calles de Sevilla, por la primavera, por la Giralda, por la actuación de Laventa y acompaña siempre a un hombre, solo a uno cada vez.
Vivir en Sevilla semeja un retrato del underground sevillano, pero sin plantear necesariamente con ello una
condena a la Sevilla tradicional. Ciertamente no falta la crítica social, pero el asesinato del joven Quique a manos de la policía es evocado no solo por Miguel sino, sobre todo, por Farruco, leyenda del baile flamenco bien ajena a contracultura alguna. Como plantea la voz en off, el baile es por su propio hijo muerto en accidente, pero la película lo vincula sobre todo al asesinato de Quique convirtiéndole así en hijo de Farruco y, a través de él, de todos nosotros. Dos Sevillas se unen con, en, Miguel y Ana, unión ahora posible con el nuevo horizonte, el “paraíso ahora” que canta no un andaluz sino un extremeño, que cae cerca pero no es lo mismo. Como en Alegrías de Cádiz se propondrá la capital gaditana como modelo exportable al mundo, así hace
Vivir en Sevilla en sus últimos planos: de la Constitución a la maternidad, de las personas a la ciudad, de la Giralda al cielo, de Sevilla al mundo. De hecho Cádiz será, en el por ahora postrero filme de su director, como la hija de la unión propuesta en la película sevillana, la definitiva y absoluta mezcla de tradición y transgresión, razón última de su muy consciente laxitud narrativa: no hay ya necesidad de ningún otro sitio adonde ir. El amor es el motor primero de todo el cine de García-Pelayo, su particular demiurgo. El amor como motor del movimiento, Andalucía como espacio del mismo: fórmula resumida ejemplarmente en el argumento de Corridas de alegría (1982), donde los dos protagonistas recorren el sur de España en busca de una amada nunca aparecida (de nuevo la huella del amor cortés, esta vez acompañada de la clara resonancia del mito quijotesco). Podrían postularse esta película y su precedente Frente al mar (1979) como las que desarrollarían las características de ese paraíso por venir invocado en el film sevillano. La liberación sexual, la abolición de la censura no ya en la vida pública sino en la propia intimidad de Frente al mar, y el hedonismo sin límites de Corridas de alegría, la transgresión a fondo perdido tan alejada del retrato sórdido de la criminalidad propia del cine quinqui de la época pero cuyo final trágico acaso preludia el hecho de que serían Rocío y José y Veinte mil semanales (1989), cada una por su lado, las películas que finalmente nos dirían en qué consistió realmente aquel paraíso, lo que ganó con la victoria del PSOE en las elecciones de 1982 y el fin de la transición: la presunta a-temporalidad de las tradiciones patrias y la prostitución. Los tres primeros largometrajes de García-Pelayo, uno tras otro, son los que decantan, desarrollan y matizan esa política del amor que parece constituir el eje a desarrollar en toda su obra. Uno de los letreros finales de Manuela afirma: “el amor está viniendo / es posible la vida”, y no es aventurado decir que tal constituye el mensaje final de la película, de potencia acrecentada por su tener lugar en pleno fin del franquismo, sin olvidar además que no era esta la conclusión de la novela adaptada
(- La protagonista de la novela de Manuel Halcón, por utilizar una expresión castiza muy a cuento, es “hija de su madre”: ambas son iguales en carácter y modo de enfrentar la vida, si acaso la hija es más bella y capaz de exteriorizar su furia con actos como el zapateado sobre la tumba del asesino de su padre, o clavando un hacha en la cabeza de la sobrina de don Ramón, hecho excluido de la adaptación de Pancho Bautista y Gonzalo García-Pelayo. En la película, bien al contrario, se trata de que Manuela no sea su madre: que el amor sea su norte, como corresponde a su identificación con la tierra que habita. Antoñito será quien la aleje de ese destino: primero como bebé cuya aparición suaviza su carácter y la abre a la vivencia del amor, finalmente como adulto cuando vuelve a ella tras la muerte de Antonio. Cuando la Manuela viuda y enlutada semeja alarmantemente la imagen de su madre, la aparición de Antoñito devolverá la sonrisa a su rostro y se desprenderá de su pañuelo negro tal como hizo en una escena previa con su marido. Ambos se abrazan y sabemos ya que ella amará y será amada. El rechazo de las tierras dejadas en herencia por don Ramón, resolución que constituía la conclusión de la novela (Manuela renunciando a la riqueza), queda en segundo plano frente a algo no considerado en aquella: el amor como condición de la felicidad e integridad de su personaje.)
. Si Ana será Sevilla, Manuela es el campo andaluz. El amor es el enlace que liga a todos los personajes al de esta mujer fuerte pero tímida: fuerte como la tierra, pero como ella también necesitada de otro. La fuerza conlleva la vulnerabilidad porque el amor no es sino la necesidad de acceder a una exterioridad sin la cual no somos nada, el salir de nosotros, el compartirnos y cifrarnos en un latido ajeno. El telurismo de Manuela pasa por afirmar que incluso la tierra, para ser tierra, necesita ser amada: trabajada, arada, fecundada, habitada… Al mismo tiempo nadie es nada sin ella, todos viven en un amor que, salvo la excepción de Aguacharco, se manifiesta en la bondad de aquellos que la quieren sin, eso sí, deseo de forzarla. Aunque este amor pide, desea, anhela la comunión carnal, la sola existencia de ese deseo de vinculación a una exterioridad que nos desborda surte un efecto, manifiesto en la carta final de don Ramón a Manuela, que sugiere su bondad como efecto del amor por ella: el amor, ante todo, nos exige ser dignos de aquel a quien se ama. Como en Vivir en Sevilla podría decir Luis, el amor nos hace mejores, incluso cuando no logramos a su objeto. Porque lo importante del amor, ante todo, es amar. Vivir en Sevilla concreta espacial y temporalmente la dimensión y poder de este amor, lo amplía fuera del espacio rural, de lo telúrico hacia lo urbano, y de paso nos dice o recuerda que siempre se trató del amor, que desde el principio era el amor la cuestión fundamental a resolver. Pero la posterior Frente al mar , realizada en el mismo 1978, nos descubrirá que Manuela y Vivir en Sevilla aún vinculaban el amor a una cuestión que en el fondo, si bien amablemente, lo sojuzga: a quién amar. En Frente al mar , por esto el film más político de su autor, de la concepción que se tenga del amor pueden surgir sociedades radicalmente distintas. Se trata aquí de si el amor debe tener un objeto fijo o no, de si es o no un sentimiento vinculado a la forma, que tradicionalmente le ha sido asignada, de la pareja (al menos, de la pareja cerrada). No es ya que ésta y su compañero habitual, los celos, encubran un sentido de la propiedad que ha de ser criticado y enfrentado; no es ya que los hombres, como claramente piensa el cine de García-Pelayo – y hasta enuncia explícitamente en Vivir en Sevilla– quieran acostarse con todas las mujeres; se trata de que la pareja no es forma que se convenga con el amor, que el sentimiento puesto en juego de entrega, de amistad, de colaboración y cooperación, de respeto, escucha, deseo, admiración, convivencia, que el deseo de exterioridad y desbordamiento que implica no debería nunca ser limitado al trato entre dos personas, antes bien debería extenderse, universalizarse incluso. Solo extraído de los límites de la pareja el amor deviene un afecto político, esto es: uno susceptible de crear un nuevo tipo de sociedad, de establecer nuevas relaciones sociales. Independientemente de las conclusiones, sumamente ambiguas (es decir, pesimistas) de Frente al mar, el intenso debate que en él tiene lugar lo convierte en un film político de forma más pregnante aún que Vivir en Sevilla, pues ya no se trata de la esperanza puesta en un proceso histórico concreto sino de en qué medida podemos nosotros mismos trabajar en el mundo nuevo, ser nosotros mismos la nueva aurora.