Escribe Ignacio Díaz Pérez
Escribe Ignacio Díaz Pérez:
Me he pasado el fin de semana de plataforma en plataforma, poniendo una película y otra y cortándolas todas… y entonces me acordé de Gonzalo García-Pelayo…
He visto las dos partes de su recentísima «La próxima película de Carmen Trevilla». Una detrás de otra. Cine de autor, pero sin etiquetas. Inclasificable, desde luego. Las he visto clavado en el sofá, sin poder retirar la mirada de un engendro cinematográfico que al principio no entendía. Luego dejé de esforzarme por entenderlo y me dejé arrastrar por ese magnetismo propio de los vídeos cortos, pero que esta vez tenía una duración de dos horas y media.
El director me había avisado. En esta ocasión, la película le había salido más larga de lo que es habitual en él. Y decidió partirla en dos. Por la mitad. Pero yo me la tragué de un tirón, como un anuncio. Sin darme cuenta. Atrapado como voyeur de un momento tan íntimo como el proceso creativo de un artista. De una directora de cine, Carmen Trevilla, que en realidad es Lucía Seles, pero no porque sea quien le da vida en la ficción (¿ficción?). Sino porque hace de sí misma con otro nombre. O de sí mismo. Que Carmen Trevilla tiene más aspecto de Diego Fernández que de Selena Prat. Y todos, todas, Lucía, Carmen, Diego y Selena son la misma persona.
Lenguaje ‘too many’ propio
La propuesta argentina de Gonzalo García-Pelayo es tan arriesgada que deja al espectador atado a un espectáculo que tarda en entender. La cineasta (la de la película) va relatando a los potenciales productores, uno desplazado desde Madrid, otra uruguaya, qué película quiere hacer. De qué irá su «vídeo», como lo llama, un extraño viaje en primera persona hasta la estación de tren de Ezeiza, en el gran Buenos Aires, salpicado por las obsesiones de la creadora, sus sufrimientos, como salir a pasear con monjas, sus odios, no soporta al número 38, y un martillo que ansía y no consigue.
Carmen Trevilla / Lucía Seles es un personaje controvertido, estrafalario, incluso grotesco, que se mueve a contracorriente. Muy hermosa la secuencia en la estación, abriéndose paso en medio de una muchedumbre que camina en sentido contrario al suyo. Que habla un lenguaje too many propio. En la forma y en el fondo.
La película tiene momentos hilarantes, como el empeño de la protagonista por aprender a conducir una moto a la que termina dando 28 besos, o cuando insiste en vender martillos en una ferretería, pero no tiene ningún interés en vender tornillos. O la retransmisión imposible de un partido de fútbol. Pero hay secuencias también muy bellas, como cuando dirige a los actores que han de protagonizar la secuencia de ventas de productos inútiles en el interior del tren que se dirige a Ezeiza. Proceso creativo en estado puro.
La nueva película de García-Pelayo muestra el cartón del cine convencional, porque a él no le importa que su cine se perciba como lo que es. No le ha importado nunca, desde que en 1976 sacó a Miguel Ángel Iglesias leyendo directamente del guión. En su más reciente y muy prolífica etapa lo ha hecho varias veces, cuando ha hecho metacine de su propio cine. Por ejemplo en «Así se rodó Carne Quebrada», «El otro lado de la realidad» y, ahora, «La próxima película de Carmen Trevilla».
De la dicotomía entre el cine católico y el cine protestante que se pone sobre la mesa en la película ya he oído hablar a Gonzalo García-Pelayo. La película de Carmen Trevilla es de las primeras, sin duda. Y no tiene nada que ver con el sufrimiento que le producen las monjas. El cine de Carmen Trevilla, como el de García-Pelayo, está fuera de los circuitos del cine. Fuera de las salas comerciales y fuera, incluso, del circuito de los festivales. Es el cine de lo cotidiano frente al cine «estilizado» protestante. ¿Pero qué mas da? Es cine.
(Foto con Lucía y el cineasta argentino José Celestino Campusano autor de varias decenas de apreciadas películas con abundantes motocicletas en muchas de ellas).
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